Sin que se supiera por qué, durante unas semanas la paz pareció volver de nuevo en la ciudad. Un sol inesperado y más caliente de lo habitual se instaló en lo más alto del cielo y permaneció allí impasible. Cada mañana los periódicos anunciaban que no se había denunciado desaparición alguna y que tampoco se había encontrado ningún cadáver. Poco a poco las misteriosas muertes fueron cayendo en el olvido. Con el paso de las semanas la policía dejó de ser acosada por ciudadanos histéricos a cada momento, los periódicos devolvieron la primera página a los temas políticos y los cotilleos de todo tipo, y los avisos de peligro del paseo y las chimeneas empezaron a ser ignorados. La ciudad había retomado a marchas forzadas su ritmo habitual en un intento desesperado por hacer desaparecer aquellas horribles muertes de la memoria colectiva. Y así la primavera dio paso al verano y las calles se llenaron de transeúntes, de ruido y movimiento. Las aceras se plagaron de mesas y sillas abarrotadas de ávidos consumidores de buen tiempo y aire fresco. Los parques se quedaron pequeños para tanto niño y tanto abuelo en columpios y bancos. Y entonces todo cambió.
Fue una tarde de mediados del mes de julio. Se celebraba una festividad patronal por lo que había todo tipo de actividades al aire libre y la mitad de la población de la ciudad estaba en la calle. De pronto el cielo se cubrió y una lluvia torrencial comenzó a caer sin previo aviso. Al mismo tiempo un viento propio de una tormenta tropical comenzó a soplar, pero no como lo hace en cualquier lugar del mundo, sino como solía hacerlo en esta ciudad en los últimos tiempos. Rachas que parecían provenir de todas las direcciones atraparon a los asustados ciudadanos que intentaban ponerse a cubierto dejándolos totalmente inmovilizados.
En ese momento el horror se plasmó en las caras de aquellos que estaban al final del Paseo de la Rivera, justo a la altura del mirador. Entre los crujidos de las ramas de los árboles, la pesada lluvia y el creciente caudal del río llegaba a sus oídos un sonido aterrador. Era como un susurro suave pero que, al mismo tiempo, les impedía oír ni sentir nada más. Era como si el mismo demonio les hablara a cada uno de ellos al oído enumerando uno por uno todos sus pecados, sus secretos y miserias. Tras unos minutos el viento cambió de dirección liberando a sus víctimas, aunque sin dejar de rugir entre el agua y la vegetación. En toda la ciudad hombres y mujeres corrían a refugiares a bares y soportales, pero al final del paseo la situación era muy diferente. Los allí presentes se miraban unos a otros avergonzados y muertos de miedo preguntándose si los demás oían lo que el viento decía de ellos, si aquello era una señal, una alucinación, o si tal vez habían perdido la cabeza. Con aquel susurro metido en la cabeza uno por uno se fueron acercando al borde del mirador y, como almas en pena, se fueron dejando caer sobre el empedrado.
En otros dos puntos muy distantes de la ciudad algo extraño estaba pasando también. En lo alto de la Chimenea Norte y la Chimenea Sur, dos oficiales de mantenimiento habían escuchado sobrecogidos una aberrante voz que subía desde el fondo de la boca de la chimenea como si quisiera devorarlos en cuanto saliera a la superficie. Aterrados y sumidos en la más absoluta desesperación se vieron obligados a poner fin a aquel horror saltando al vacío. En total fallecieron catorce personas en menos de una hora sin que nadie pudiera hallar explicación alguna. La policía acordonó de nuevo las zonas, investigó a fallecidos, familiares y amigos hasta la extenuación. Investigadores y curiosos de todo el mundo llegaron a la ciudad en busca de respuestas, pero nadie encontró jamás ninguna.
Con el paso del tiempo las fábricas acabaron siendo derruídas dejando en pie tan sólo las chimeneas como homenaje a los que allí habían muerto. El paseo se cerró a tránsito durante una temporada y finalmente se reformo por completo para eliminar los diferentes miradores y desniveles que daban al río. Año tras año, con la llegada del otoño, las extrañas rachas de viento y las tormentas siguieron reapareciendo con la misma fuerza e ímpetu que lo hicieron entonces. Año tras año, algunos periodistas curiosos recogían diferentes testimonios de personas que, al pasear por determinadas zonas cercanas al río en tardes de mal tiempo, habían sentido un extraño malestar, una desazón interior que no eran capaces de explicar que les invadía, pero los suicidios no llegaron a repetirse.
De esta forma, con el transcurrir de los años la historia se convirtió en poco más que una de esas leyendas urbanas que circulan de boca en boca, los ciudadanos se acostumbraron a caminar encogidos y cabizbajos para sortear la rachas feroces de viento, y la vida continuó como si nada hubiera sucedido. Sin embargo, aún hoy es posible ver al entrar y salir de la ciudad sendas chimeneas de ladrillo en mitad de los modernos edificios de apartamentos.
3 comentarios:
Muy buena historia. Me gustó el intento de volver a la normalidad, luchando contra el viento. Un placer haber encontrado tu blog. Saludos. Marcela.
Hola mar, y bienvenida a mi cuadreno de notas. Espero volver a verte pronto por aquí y que lo que encuentres sea de tu agrado.
Si me lo permites me pasearé por tu blogs (ya he visto que tienes nada menos que 3) a devolverte el saludo y el comentario.
Lástima, me imaginaba el principio del fin, a esa voz que acabaría con todos nosotros.
Me
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