Que Tilly era diferente resultaba obvio. Tenía la piel tan pálida y fina que daba la sensación de que incluso las camisas de algodón debían provocarle llagas. Los días de viento esperábamos en la puerta del instituto para verla entrar y comprobar que no había sufrido daño alguno. La mirábamos de lejos porque acercarnos demasiado suponía correr el riesgo de rozarla y dejarle quizás el brazo en carne viva. Sus ojos eran tan enormes y brillantes que daba miedo mirar en ellos. Hacíamos apuestas para ver si alguno era capaz de mantenerle la mirada, pero como ninguno tenía tanto valor, la mayor parte del tiempo simplemente hacíamos conjeturas sobre lo que encontraríamos si no nos flaquearan las fuerzas. Unos decían que te reflejabas en ellos de forma tan nítida que podías verte el alma desnuda, con las vergüenzas al aire. Otros aseguraban que tan inmensas pupilas tenían conexión directa con el mismísimo corazón de Tilly.
Las chicas la odiaban. Unas decían que era demasiado extraña y siniestra, otras que era una empollona que no salía de debajo del flexo de su cuarto, pero nosotros estábamos convencidos de que en el fondo la envidiaban. Ninguna de ellas, por muchos voluntarios que surgieran para manosearlas al salir de clase, despertaba tanto interés como lo hacía Tilly, y eso les resultaba intolerable. Aunque la deseábamos, supongo que, de una extraña forma, nos sacrificábamos para cuidar de ella, para que no le pasara nada. Debe sonar extraño, pero lo cierto es que la deseábamos tanto como la temíamos. No habríamos soportado verla sufrir, pero tampoco queríamos sufrir por ella.
Lo único normal en la vida de Tilly era su trabajo de los viernes por la noche en la cafetería de sus padres. A las seis en punto entraba por la puerta de atrás y permanecía en la cocina hasta las once en punto, hora en la que nuevamente cruzaba la puerta de atrás. Jamás la vimos en la barra o en alguna de las mesas, y aún así seguíamos yendo cada viernes con la esperanza de verla aparecer y con el morbo de cenar los bocadillos que sabíamos que ella nos preparaba. Las chicas aprovechaban aquellos ratos para insinuar que gracias a nosotros la señorita misteriosa acabaría sin dedos o con la cara quemada en un accidente de cocina (siempre me sorprendía lo crueles que podían llegar a ser). Sin embargo las cosas tomaron un giro muy extraño un viernes que en principio debía haber sido como cualquier otro.
Nos habíamos sentado en la mesa redonda del fondo, como siempre. El padre de Tilly, el hombre más anodino que jamás pisó la tierra, servía las mesas y su madre, quien tampoco resultaba demasiado llamativa, atendía la barra. Eran la diez y estábamos a punto de pedir otra ronda de bebidas cuando un ruido sordo salió de la cocina, un estruendo que nos puso los pelos de punta. Los padres de Tilly corrieron a la cocina y nosotros nos limitamos a contener el aliento sin mover ni un solo músculo. No se oyeron gritos, ni tan siquiera voces o susurros. Nada. Entonces alguno de los tipos de la barra gritó algo como ¡Pero qué haces?!. Lo recuerdo todo como si lo hubiera vivido a cámara lenta. Me giré hacia la puerta principal y Tilly estaba allí fuera de pie, mirándonos con unas llaves en la mano. Había cerrado la puerta y había puesto en marcha las persianas metálicas de la cafetería. Estábamos confusos, nadie sabía qué estaba pasando ni si se suponía que teníamos que hacer algo. Y entonces lo vimos.
El humo y, pocos segundo después, las llamas se habían comido las puertas de la cocina mientras todos seguíamos sentados en aquella jaula con cara de bobos. Y el caos comenzó. Busqué a Tilly entre las sillas que volaban contra los ventanales intentando forzar las persianas metálicas, los cristales de los vasos que explotaban por el calor, el humo cada vez más denso y pesado, y los brazos y piernas de los que corrían en círculos pensando que así pondrían distancia entre ellos y las llamas. Busqué a Tilly y al final la encontré. Seguía de pie frente a la puerta principal con los pies juntos, las manos cruzadas en su regazo y llaves entre los dedos. La luz roja de las llamas se reflejada en su vestido blanco de algodón y, no se porqué, me vino a la cabeza la imagen de la pobre Carrie bañada en sangre de cerdo en el baile de final de curso.
Por primera vez me atreví a mirarla a los ojos seguro de lo que encontraría en ellos, pero me equivoqué. Creí que vería odio, que aquello no era sino una forma siniestra de vengarse de nosotros por la jaula en la que la habíamos encerrado sin su permiso durante tantos años, pero no había nada de eso en aquellas enormes pupilas. Y tampoco vi mi alma desnuda, ni su corazón latir, sino que de alguna forma entré en ellos y vi el mundo desde los ojos de Tilly.
Por fin vi claro que la frágil no era ella, sino que todo este tiempo los débiles habíamos sido los demás, una pandilla de pobres cobardes que se habían pasado la vida inventando excusas para camuflar sus miedos y justificar sus cobardías. Para ella éramos como esos pobres animalillos heridos a los que la manada tiene que dejar atrás si quiere sobrevivir. Había lágrimas en sus ojos, aquello le estaba doliendo tanto como a nosotros, pero ella no era débil, era fuerte y por eso no movió ni un músculo mientras veía cómo finalmente era nuestra piel la que desaparecía dejándonos el cuerpo en carne viva.
No aparté los ojos de los suyos ni un segundo. Quería que supiera que lo había entendido, que sabía que aquello no había sido culpa suya, que estaba orgulloso de su fortaleza y que la quería. A pesar del inmenso dolor, aquellos segundos dentro de los ojos de Tilly fueron sin duda los mejores de mi vida.
6 comentarios:
Ya lo decía la agüela: 'Fíate de las aguas mansas...'
¿pero que es lo que le pasa por la cabeza?
Extraordinario e inquietante 1er capitulo de lo que puede ser una gran serie de terror. El personaje me recuerda un poco al de la película "May, ¿quieres ser mi amigo?", aunque mucho más interesante.
La serie completa se podría llamar "Tillytando"
un texto realmente bueno. Antes de tu comentario, no sé porqué, yo también había pensado en Carrie.
Kanariyo, no lo dudes, las agüelas siempre tienen razón.
Gracias por la visita.
Orris, aún me estoy riendo de lo de Tillytando. Le quita un poco el aire siniestro, pero me lo voy a pensar.
Lúcida, si es que los clásicos siempre están ahí, incluso cuando no son del todo santos de nuestra devoción.
Habia una canción que decia "abandonate a la noche del amor total". Pues eso, toma amor (y fuego).
Me
Chicas que arden, la gran Carrie, cómo olvidarla. Gracias por pasarte a saludar, un abrazo, Patro.
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