Desde pequeña las historias de príncipes azules y amores eternos la habían acompañado hasta la cama. Los años habían pasado y ningún príncipe azul ni ningún amor eterno se había dignado a aparecer. Pero no estaba dispuesta a quedarse esperando encerrada en casa, no señor, lo la habían educado para quedarse en un rincón viendo la vida pasar. Por eso una mañana salió de casa con su hucha debajo del brazo. Cuando encontró la tienda que buscaba estampó el cerdito de porcelana contra el suelo y ordenó que le dieran tantos sapos como sus ahorros pudieran pagar. Satisfecha regresó a casa y lo dispuso todo tal y como lo había planeado. Guardó los sapos en la bañera del baño de la planta baja con agua bien fresquita y en la repisa del lavabo dejó preparado el bote de moscas que les servirían de alimento. Tras mucho pensarlo decidió que besaría un sapo cada día, no más, y lo haría al atardecer, para que su encuentro fuera lo más romántico posible.
Los cuatro primeros días no hubo reacción alguna por parte de los sapos besados. Daba igual que los besara con los ojos abiertos o cerrados, que fuera un beso rápido o lento, los animales seguían mirándola con cara de enfado y, en el mejor de los casos, croaban de forma contundente. El quinto día, un tanto desesperada, besó al sapo más con pasión que a sus antecesores. Tal vez por eso, o tal vez porque ya estaba más cerca de lograr su objetivo, algo sucedió en cuanto separó sus labios del animal. Como por arte de magia se sintió transportada a un mundo fantástico en el que cualquier cosa era posible. Todos los objetos tenían el color mismo de la felicidad, resplandecían con luz propia y bailaban rompiendo cualquier ley física conocida. Aquel sapo fue a parar al lavabo del primer piso en lugar de reunirse con sus compañeros en el lago del parque.
Durante semanas la pobre siguió besando sapos sin éxito alguno. Cuando la primera tanda se le terminó volvió a la tienda con los ahorros que tenía en la caja de galletas de latón y compró más y más y más, pero el príncipe azul se resistía a aparecer. Cada tarde sin excepción besaba un animal, se lavaba los dientes y lo llevaba al parque, donde la concentración de sapos llegó casi a alcanzar la categoría de plaga bíblica.
Está claro que no habría podido soportar semejante racha de decepciones si no llega a ser por el apoyo que encontró en el sapo suplente del lavabo del piso de arriba, al que pronto decidió reservar de forma exclusiva y especial la noche de los viernes.
6 comentarios:
Eso es sapiencia y lo demás sabiduría barata.
Poética manera de describir un alucinógeno para los viernes por la noche...
que chistosillo orris... jejeej!
En mi parque nos encontramos tortugas, tamaño folio, no sabrás algo? quizá sean vendedores de enciclopedia?
Timone
AH! y hoy han venido al parque príncipes, reyes y toda su corte. (preferiría sapos y culebras) Si es que curro en un parque...
Pero nadie consigue responderme pq si existen los príncipes, no existen los dragones, hay cosas que no llego a entender....
Timone
Muy ingenioso tu relato, Suel.
Quería agradecerte tu reciente visita a mi blog y, sobre todo, tu amable comentario sobre mi cuento de fantasmas. Así da gusto escribir.
Un afectuoso saludo.
Este lo he entendido un poco más, pero por un momento he pensado que se "agenciaba" al sapo. En fin, mal dia para leer relatos de animalicos
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