Estaba sentado en el salón rodeado de viejas cajas que no había abierto en años. Necesitaba hacer sitio en casa para Natalia, que se plantaría allí con sus maletas en unas horas. Se había apañado bien con la ropa, los discos, e incluso con los libros. De hecho apenas había tenido que tirar nada. Sorprendentemente, una vez ordenado, todo parecía haberse reducido a la mitad. Pero sus cuadernos y borradores eran otra cosa. Todo lo que había escrito estaba en aquellas cajas de cartón. Sin pensárselo dos veces tomó aire y se zambulló en la búsqueda de material del que deshacerse. Abrió la primera caja y apareció. ¿Cómo podía haberla olvidado? Tal y como ya le pasara tiempo atrás todo su alrededor desapareció. Ya no veía los montones de papel ni su salón, ahora sólo estaban esos tacones negros, esas piernas de mujer y una triste taza de café en un suelo anónimo. Aquella foto le había cambiado la vida una vez y a punto estuvo de volverle loco.
Fue al final de un verano. Acababa de volver de dos semanas de vacaciones con Susana y se acercó a la tienda de la esquina para recoger las fotos. Lo típico: él sonriendo delante de un bar, ella sonriendo en la piscina, los dos sonriendo en la cama, paisaje visto desde la ventanilla del coche,… y ella. La foto apareció entre las demás como si fuera una más y sin embargo no tenía nada que ver con el resto. Era en blanco y negro y parecía hecha de noche, todo ello a pesar de que su cámara no tenía flash y que todos sus carretes eran en color. Revisó los negativos para comprobar que no había sido un error de la tienda y, efectivamente, no lo era. Ahí estaban esos tacones, esas piernas y la triste taza de café. Sintió alivio por no tener que deshacerse de la instantánea, pero al mismo tiempo una desazón se apoderó de él. Tenía que encontrarla, tenía que averiguar quien era aquella mujer, de donde había salido, a donde iba con tanta prisa como para dejar caer su café,….
Repasó minuto a minuto el recorrido de sus vacaciones, cada excursión, cada visita, cada desayuno, cada comida, cada cena. Consiguió situar todas las fotos en un lugar y un día concreto, todas menos la única que le interesaba. Tal vez si le hubiera preguntado a Susana ella habría podido ayudarle, pero no se atrevió. Aquella imagen era suya y solo suya. Nadie debía verla, ni tocarla, nadie debía saber de su existencia. Así a la desazón se le sumó una creciente paranoia que le llevó a romper con Susana cuando ésta le comentó que pasaba demasiado tiempo metido en casa a solas y que no entendía aquella manía de fotografiarla de espaldas con tacones y medias de rejilla.
Repasó minuto a minuto el recorrido de sus vacaciones, cada excursión, cada visita, cada desayuno, cada comida, cada cena. Consiguió situar todas las fotos en un lugar y un día concreto, todas menos la única que le interesaba. Tal vez si le hubiera preguntado a Susana ella habría podido ayudarle, pero no se atrevió. Aquella imagen era suya y solo suya. Nadie debía verla, ni tocarla, nadie debía saber de su existencia. Así a la desazón se le sumó una creciente paranoia que le llevó a romper con Susana cuando ésta le comentó que pasaba demasiado tiempo metido en casa a solas y que no entendía aquella manía de fotografiarla de espaldas con tacones y medias de rejilla.
Volvió a visitar cada lugar de sus vacaciones en busca de un suelo, una taza y, sobre todo, unas piernas como las de su foto, pero no hubo suerte. Durante semanas se encerró en casa dedicado en exclusividad a contemplar todas las copias que empapelaban cada pared. Día y noche, despierto o dormido, lo único que sus ojos veían era aquella imagen. Hasta una noche. No recordaba ya como fue, pero una madrugada, en un momento de desesperación absoluta salió a la calle, se metió en el primer bar que vio abierto y bebió vino tinto hasta que dejó de oír el sonido de aquella taza al caer. Luego siguió bebiendo algo más hasta que dejó de oír el tamborileo de aquellos endemoniados tacones. Volvió a casa cuado el vino tinto ya ni tan siquiera le dejaba ver con claridad. Poco a poco, casi como si fuera un ritual premeditado, fue quitando los alfileres de las fotos y fue guardando éstas con sumo cuidado en carpetas primero y en enormes cajas después.
El recuerdo de aquella noche de borrachera le asaltó de pronto allí sentado, en mitad del salón. Las manos le empezaron a temblar y notó una desagradable sensación en el estómago, como si alguien estuviera intentando arrancárselo de cuajo. Volvió a tomar aire y miró con cuidado lo que quedaba en el interior de la caja que tenía delante. El pánico le subía por las pantorrilas. Abrió la segunda caja. El pánico le subía por las caderas. Abrió la tercera caja. El pánico se apoderó de todo su cuerpo. Decenas, cientos, miles de tacones le miraban fijamente con sus ojos negros mientras otras tantas tazas de café se reían de él sacando a relucir sus blancos dientes sin disimulo alguno.
Cuando Natalia llegó con sus dos maletas nadie abrió la puerta. Esperó horas, pero no hubo respuesta. Bajó al bar a por un café y volvió a subir corriendo al rellano no fuera a ser que encima le robaran sus cosas. Las maletas estaban allí, pero seguían sin abrirle la puerta. Ya era de noche cuando, harta de esperar, tiró la taza de café al suelo, no estaba de humor como bajar a devolverla como había dicho que haría, agarró las maletas y se fue de allí jurando que jamás volvería a intentar impresionar a un hombre poniéndose aquel modelito de femme fatale con medias de rejilla y tacones de vértigo.
El recuerdo de aquella noche de borrachera le asaltó de pronto allí sentado, en mitad del salón. Las manos le empezaron a temblar y notó una desagradable sensación en el estómago, como si alguien estuviera intentando arrancárselo de cuajo. Volvió a tomar aire y miró con cuidado lo que quedaba en el interior de la caja que tenía delante. El pánico le subía por las pantorrilas. Abrió la segunda caja. El pánico le subía por las caderas. Abrió la tercera caja. El pánico se apoderó de todo su cuerpo. Decenas, cientos, miles de tacones le miraban fijamente con sus ojos negros mientras otras tantas tazas de café se reían de él sacando a relucir sus blancos dientes sin disimulo alguno.
Cuando Natalia llegó con sus dos maletas nadie abrió la puerta. Esperó horas, pero no hubo respuesta. Bajó al bar a por un café y volvió a subir corriendo al rellano no fuera a ser que encima le robaran sus cosas. Las maletas estaban allí, pero seguían sin abrirle la puerta. Ya era de noche cuando, harta de esperar, tiró la taza de café al suelo, no estaba de humor como bajar a devolverla como había dicho que haría, agarró las maletas y se fue de allí jurando que jamás volvería a intentar impresionar a un hombre poniéndose aquel modelito de femme fatale con medias de rejilla y tacones de vértigo.
7 comentarios:
La verdad está ahí fuera, al otro lado de la puerta, por lo que no entiendo por qué no le abrió.
Las malditas fotos se lo "comieron"????
Bye
Me
Pero mira que eres original
guau!
Johnny, se lo tragó su locura, las fotos, o tal vez se tiró por la ventana, vete tú a saber.
Lúcida pero mira que me caes bien.
Anónimo ¡dame un nombre para que pueda darte las gracias por el ladrido como debe ser!!!
ups! disculpe usted, pero poner de firma: miau! me parecía una paradoja... jeeje
Tu marca de la casa, la intriga, el misterio, la incertidumbre. Tienes un estilo, o un género entero metido dentro de ti...
¿cómo lo haces, cómo consigues ese desasosiego en todos los relatos? Dan ganas de más, de pedir explicaciones a alguien. Maldita imaginación, la mia no la encuentro, y tú acaparando...
Por fin me sale alguna palabreja, esto de vivir en un zoo es lo que tiene.
Timone
Me declaro tu fan, y es muy poco para lo que mereces.
Un gran abrazo!!
Se te extraña!!
Publicar un comentario