Paula volvía a casa después de la que, con toda seguridad, había sido la peor noche de fin de año de su vida. Cuando llegó al portal tenía los ojos aún repletos de lágrimas que se helaban antes incluso de comenzar a rodar por las mejillas. Al entrar vio una pequeña cajita de madera en la que no cabría nada más grande que un anillo olvidada con descuido en el segundo escalón. Era oscura, con los bordes redondeados y la capa de barniz devorada por el paso del tiempo, pero aún así tenía algo que la hacía encantadora. Al cogerla notó que algo rodaba en su interior, algo pesado y de sonido metálico. Le dio vueltas y más vueltas buscando la forma de abrirla, pero no encontró nada.
Ya en casa, con algo más de luz, pudo ver que en una de las cuatro caras la madera estaba algo más gastada, como si alguien hubiera estado rozando esa zona con el dedo durante años hasta dejar su huella marcada. Parecía que la madera era menos gruesa que una hoja de papel en aquella zona. Tal vez si frotara un poco conseguiría abrir un pequeño orificio y ver que se escondía allí dentro. Con suavidad pasó su índice repetidas veces sobre la madera. Fue como sumergirse de golpe en un baño de agua tibia, como oler a café y tostadas recién hechos, como abrir la puerta del salón la mañana de Reyes a los seis años,... Por un instante olvidó por qué había pasado la noche llorando, de hecho olvidó todas las veces que lo había hecho. Pero entonces abrió los ojos se vio de cuclillas con las manos aferradas a aquel extraño trozo de madera chorreando sangre. Al dejar caer la caja ésta absorbió de alguna forma la sangre que había caído sobre la moqueta, dejándola como si nada hubiera pasado.
Tras meses abandonada en un cajón, una mañana Paula volvió a sostener la caja en sus manos. De nuevo tenía los ojos irritados de llorar. Había llorado durante días y había abierto aquel cajón varias veces tentada, pero no había sido capaz de tocarla. Ahora sus manos temblaban por el miedo que aquel artefacto le provocaba, pero lo necesitaba, tenía que frotarlo o se volvería loca. De nuevo se sintió como una niña rodeada de algodones de azúcar, caminando descalza sobre el césped húmedo recién cortado, flotando en un lugar en el que estaría segura siempre,... pero un golpe repentino la hizo abrir los ojos. Había caído al suelo golpeándose con la mesa en la rodilla. Esta vez debía haber estado más tiempo acariciando la caja, porque había mucha más sangre en sus manos y el suelo, y estaba segura de que la caída la había provocado un desmayo. Tras un par de segundos la sangre derramada había sido devorada por la caja sin dejar ni una gota.
Aquella escena comenzó a repetirse con más frecuencia. Convencida de que podría llegar a controlarlo, Paula decidió servirse de su caja para superar su mala racha. Cada noche llegaba a casa, se sentaba en el sofá y la sostenía unos instantes antes de extender el dedo índice y frotarla con suavidad. Apenas unos segundos de contacto, lo justo para que el calor la inundara de pies a cabeza y volvía a guardar su preciada caja. La mala racha pasó de largo sin que Paula se diera cuenta. Una buena racha la sustituyó, pero también acabó por pasar de largo harta de que no le hicieran el menor aprecio. Paula no veía nada, no oía nada y no sentía nada más que lo que pasaba ante sus ojos mientras frotaba su lámpara encantada.
Así llegó un día en el que Paula no era más que un cuerpo delgado y blanquecino que se movía como si unos hilos invisibles la manejaran. Incluso el ritual de todas las noches en el sofá era ya algo puramente mecánico. A Paula no le quedaba ya nada dentro, apenas una gotas de sangre, nada más. Entonces, justo cuando iba a subir al autobús, algo pequeño y cuadrado se le cayó del bolsillo del abrigo. Nadie se percató de ello hasta que Pablo miró al suelo mientras se limpiaba avergonzado las lágrimas con la manga de su cazadora. Estaba siendo, con toda seguridad, el peor día de su vida, pero tal vez encontrar aquel extraño paquete a sus pies significara el fin de su mala racha.
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