26 abril 2007

El hombre Dos

Desde el momento de su nacimiento fue físicamente normal por completo. Fue un bebé, un niño, un adolescente y un adulto totalmente normal, de esos que pasan desapercibidos allá donde van. Sin embargo sus ideas, sus reacciones y su comportamiento en general siempre fueron bastante "originales".

Cuando sólo era un mocoso de unos cuatro o cinco años sus padres lo miraban con ojos llenos de orgullo y pensaban "hay que ver lo bueno que es nuestro niño". Cuando ya había cumplido los doce años empezaron a preocuparse por si su hijo en lugar de bueno era simplemente tonto. A partir de los veinticinco años lo dieron por causa perdida y se limitaban a ignorar (o al menos lo intentaban) las cosas sin sentido que hacía a cada momento. Como es lógico, todo el entorno de familiares y amigos sufrieron un proceso similar en el que la perplejidad dio paso a la indiferencia, aunque siempre con la preocupación lógica en estos casos.

Todo empezó una bonita tarde en el Parque del Sur, cuando el Hombre Dos aún no había cumplido los cinco años de edad. Mientras él jugaba con una reluciente pelota nueva una niña que estaba sentada un par de columpios más allá comenzó a llorar y a patalear gritando que ella quería una pelota igual. En ese mismo momento, el niño se levantó con la pelota entre las manos y se la dio a la niña que, para entonces, no sabía si debía seguir llorando o no. Como es lógico todos los adultos se quedaron desconcertados, pero nadie quiso darle demasiada importancia, al fin y al cabo probablemente no eran mas que cosas de críos. Sin embargo cinco años más tarde la historia ya se había repetido más veces de las que sus padres hubieran querido. Siempre era igual; algún niño lloraba porque se le antojaba algo y el entonces Niño Dos se le acercaba sonriente y le regalaba el objeto del deseo. Ante las miradas de asombro de sus padres siempre decía lo mismo: "Si me da igual. Si otro día me apetece jugar un rato ya se lo pediré".

Con los años estos ataques altruistas se fueron haciendo si cabe aún más generosos. Ya no regalaba simples muñecos de plástico ni pelotas de goma, sino patinetes recién comprados o bicicletas último modelo. Y así llegó al final de la adolescencia sin apenas posesiones, mientras que todos los demás chicos de su edad, como es lógico, ya tenían sus planes para comprar una casa propia y dejar la de sus padres. Mientras otros jóvenes salían de casa tras horas frente al espejo intentando elegir sus mejores galas, el Joven Dos se paseaba feliz con unos pantalones viejos de su padre y alguna camiseta que un amigo ya no usaba. Andaba de un lado para otro siempre a pie o subido en un precario equilibrio en la parte de atrás de la bicicleta de quien se ofreciera a llevarle.Los vecinos murmuraban ya sin apenas disimular y se preguntaban cómo aquel extraño chico podía pretender llevar una vida normal y ser feliz.

Sin embargo, para el ya casi Hombre Dos lo que hacía no tenía nada de extraño o anormal. Él simplemente no necesitaba una bicicleta las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana, por eso se la había regalado hacía años a un compañero de clase que vivía cerca y se la había pedido. Tampoco necesitaba a todas horas todos aquellos aparatos electrónicos, simplemente iba a casa de sus amigos cuando quería y se acababa el problema. Evidentemente tampoco le veía utilidad a esas enormes montañas de libros que su madre se empeñaba en ordenar alfabéticamente una vez que ya los había leído.Todo el mundo parecía empeñado en recordarle una y otra vez que aquella no era forma de vivir, que sus ideas acabarían trayéndole problemas, que no era normal, pero él no cambió. Muy a pesar de sus padres siguió sin entender la necesidad de almacenar cosas propias y continuó defendiendo a ultranza que no había nada de malo en compartir cosas o en aceptar regalos usados. Para él las posesiones no parecían tener importancia alguna. Siempre fue como si las cosas se le resbalaran entre los dedos sin hacer ningún esfuerzo por retenerlas.