Hace dos días Lucía estaba sentada en su silla y, como cada mañana, miraba por la ventana al calorcito de la estufa a los que pasaban por su angosta calle. Le encantaba su silla, su estufa, su ventana y los puñados de pipas que se comía mientras espiaba a los demás.
De pronto, en un arranque de espontaneidad sin precedente alguno, agarró la silla, una manta bien mullida, el saco de las pipas, y lo sacó todo a la puerta de casa. Fue increíble, no hacía tanto calor como dentro de casa y no se estaba tan a gusto, pero merecía la pena.
Ahora no sólo los veía, también los oía y los olía. Jamás habría imaginado tal cantidad de sensaciones. Hasta entonces se limitaba a pensar "pobrecitos, no saben lo que hacen. Ir por la calle con este frío, tropezando, dando y recibiendo empujones, pendientes de que no les roben el monedero,...". Hasta que salió a la puerta de casa estaba segura de que no había mejor lugar en el mundo que su silla, su estufa, su ventana y sus pipas.
Ayer Lucía tuvo otro arranque como aquel. No lo pensó, no hizo una lista con los pros y los contras, nada de nada. Simplemente se levantó, se echó la manta por los hombros y anduvo hasta la esquina. Vio nuevos huecos entre las puertas y ventanas que, hasta entonces, sólo habían tenido un punto de vista, descubrió una plaza al otro lado de la calle que antes nunca había visto, reconoció caras desconocidas, nuevas calles, un nuevo mundo.
Hoy Lucía se ha levanto bien tempranito. Se ha tomado un café caliente, se ha vestido preparada para ir hasta el Polo si hace falta, se ha puesto sus mejores zapatos (aún sin estrenar) y ha llenado el bolso de pipas. En cuanto haga la cama y friegue la taza del desayuno tiene previsto salir y, con un poco de suerte, llegar tan lejos que le sea imposible encontrar el camino de vuelta.