23 enero 2008

El mundo en una ventana

Hace dos días Lucía estaba sentada en su silla y, como cada mañana, miraba por la ventana al calorcito de la estufa a los que pasaban por su angosta calle. Le encantaba su silla, su estufa, su ventana y los puñados de pipas que se comía mientras espiaba a los demás.

De pronto, en un arranque de espontaneidad sin precedente alguno, agarró la silla, una manta bien mullida, el saco de las pipas, y lo sacó todo a la puerta de casa. Fue increíble, no hacía tanto calor como dentro de casa y no se estaba tan a gusto, pero merecía la pena.

Ahora no sólo los veía, también los oía y los olía. Jamás habría imaginado tal cantidad de sensaciones. Hasta entonces se limitaba a pensar "pobrecitos, no saben lo que hacen. Ir por la calle con este frío, tropezando, dando y recibiendo empujones, pendientes de que no les roben el monedero,...". Hasta que salió a la puerta de casa estaba segura de que no había mejor lugar en el mundo que su silla, su estufa, su ventana y sus pipas.

Ayer Lucía tuvo otro arranque como aquel. No lo pensó, no hizo una lista con los pros y los contras, nada de nada. Simplemente se levantó, se echó la manta por los hombros y anduvo hasta la esquina. Vio nuevos huecos entre las puertas y ventanas que, hasta entonces, sólo habían tenido un punto de vista, descubrió una plaza al otro lado de la calle que antes nunca había visto, reconoció caras desconocidas, nuevas calles, un nuevo mundo.

Hoy Lucía se ha levanto bien tempranito. Se ha tomado un café caliente, se ha vestido preparada para ir hasta el Polo si hace falta, se ha puesto sus mejores zapatos (aún sin estrenar) y ha llenado el bolso de pipas. En cuanto haga la cama y friegue la taza del desayuno tiene previsto salir y, con un poco de suerte, llegar tan lejos que le sea imposible encontrar el camino de vuelta.

16 enero 2008

Pensamiento a revisar nº1

Hoy iba, como todos los días, abrigado hasta las orejas, con el mp3 en marcha y mirando fijamente el suelo del autobús mientras pensaba que la vida es una mierda la mayor parte del tiempo, que no es justo tener que levantarme a estas horas y con este frío para ir a trabajar. También como casi todos los días, el conductor ha dado un frenazo que casi me hace salir por el cristal del parabrisas. He levantado la vista con el ceño fruncido esperando ver más caras de indignación que respaldaran el gruñido que me asomaba por la garganta, pero me he encontrado algo muy diferente.

Sentados en el primer asiento estaban un padre y un niño, ambos de raza gitana y con un aspecto que dejaba claro que no eran de esas personas con una vida fácil. Él con la cara avejentada a pesar de que sus ojos no tenían más de 25 años. El crío, casi un bebé llevaba un abrigo con más agujeros que tela y el pelo sucio y enmarañado. Los dos miraban con una sonrisa de oreja a oreja algo que el niño tenía entre las manos y que resultó ser una monda de naranja. La estrujaba con sus manitas hasta hacerla diminuta y luego abría las manos y reía a carcajadas viendo como la cascara volvía a hincharse como por arte de magia.

Por un momento he sentido una envidia feroz de la felicidad inocente de ese niño. Luego me he sentido terriblemente mal por ello y simplemente he apartado la mirada para poder seguir lamentandome a gusto por mis propias miserias.

08 enero 2008

Tu risa

Me encanta su sonrisa, porque es sincera, cálida y porque, por pequeña que sea, saca a relucir molares, premolares, caninos e incisivos. Pero lo que realmente me encandila es su risa. Es de esas personas que ríe desde dentro, desde las tripas; ríe con la boca, los ojos, las manos, el estómago y hasta los pies si hace falta.

Como con casi todo lo que tiene que ver con ella, las medias tintas y la moderación no valen a la hora de reír. Sus enormes ojos color miel se hacen diminutos pero más brillantes si cabe de lo que ya son, las carcajadas surgen sonoras y poderosas, su cara se ilumina por completo e incluso se sonroja,... un auténtico placer para los sentidos.

Me doy cuenta de que aún tendrá que pasar algún tiempo antes de que esas carcajadas locas y descontroladas suyas vuelvan a alegrarnos la vida como antes, pero sé que tarde o temprano llegarán, y pienso estar en primera fila para no perderme ni una.

03 enero 2008

La caja

Paula volvía a casa después de la que, con toda seguridad, había sido la peor noche de fin de año de su vida. Cuando llegó al portal tenía los ojos aún repletos de lágrimas que se helaban antes incluso de comenzar a rodar por las mejillas. Al entrar vio una pequeña cajita de madera en la que no cabría nada más grande que un anillo olvidada con descuido en el segundo escalón. Era oscura, con los bordes redondeados y la capa de barniz devorada por el paso del tiempo, pero aún así tenía algo que la hacía encantadora. Al cogerla notó que algo rodaba en su interior, algo pesado y de sonido metálico. Le dio vueltas y más vueltas buscando la forma de abrirla, pero no encontró nada.

Ya en casa, con algo más de luz, pudo ver que en una de las cuatro caras la madera estaba algo más gastada, como si alguien hubiera estado rozando esa zona con el dedo durante años hasta dejar su huella marcada. Parecía que la madera era menos gruesa que una hoja de papel en aquella zona. Tal vez si frotara un poco conseguiría abrir un pequeño orificio y ver que se escondía allí dentro. Con suavidad pasó su índice repetidas veces sobre la madera. Fue como sumergirse de golpe en un baño de agua tibia, como oler a café y tostadas recién hechos, como abrir la puerta del salón la mañana de Reyes a los seis años,... Por un instante olvidó por qué había pasado la noche llorando, de hecho olvidó todas las veces que lo había hecho. Pero entonces abrió los ojos se vio de cuclillas con las manos aferradas a aquel extraño trozo de madera chorreando sangre. Al dejar caer la caja ésta absorbió de alguna forma la sangre que había caído sobre la moqueta, dejándola como si nada hubiera pasado.

Tras meses abandonada en un cajón, una mañana Paula volvió a sostener la caja en sus manos. De nuevo tenía los ojos irritados de llorar. Había llorado durante días y había abierto aquel cajón varias veces tentada, pero no había sido capaz de tocarla. Ahora sus manos temblaban por el miedo que aquel artefacto le provocaba, pero lo necesitaba, tenía que frotarlo o se volvería loca. De nuevo se sintió como una niña rodeada de algodones de azúcar, caminando descalza sobre el césped húmedo recién cortado, flotando en un lugar en el que estaría segura siempre,... pero un golpe repentino la hizo abrir los ojos. Había caído al suelo golpeándose con la mesa en la rodilla. Esta vez debía haber estado más tiempo acariciando la caja, porque había mucha más sangre en sus manos y el suelo, y estaba segura de que la caída la había provocado un desmayo. Tras un par de segundos la sangre derramada había sido devorada por la caja sin dejar ni una gota.

Aquella escena comenzó a repetirse con más frecuencia. Convencida de que podría llegar a controlarlo, Paula decidió servirse de su caja para superar su mala racha. Cada noche llegaba a casa, se sentaba en el sofá y la sostenía unos instantes antes de extender el dedo índice y frotarla con suavidad. Apenas unos segundos de contacto, lo justo para que el calor la inundara de pies a cabeza y volvía a guardar su preciada caja. La mala racha pasó de largo sin que Paula se diera cuenta. Una buena racha la sustituyó, pero también acabó por pasar de largo harta de que no le hicieran el menor aprecio. Paula no veía nada, no oía nada y no sentía nada más que lo que pasaba ante sus ojos mientras frotaba su lámpara encantada.

Así llegó un día en el que Paula no era más que un cuerpo delgado y blanquecino que se movía como si unos hilos invisibles la manejaran. Incluso el ritual de todas las noches en el sofá era ya algo puramente mecánico. A Paula no le quedaba ya nada dentro, apenas una gotas de sangre, nada más. Entonces, justo cuando iba a subir al autobús, algo pequeño y cuadrado se le cayó del bolsillo del abrigo. Nadie se percató de ello hasta que Pablo miró al suelo mientras se limpiaba avergonzado las lágrimas con la manga de su cazadora. Estaba siendo, con toda seguridad, el peor día de su vida, pero tal vez encontrar aquel extraño paquete a sus pies significara el fin de su mala racha.