06 noviembre 2008

Hasta que la muerte nos separe


La niebla era especialmente densa ese día, un martes de esos en los que el frío te congela la punta de los dedos por muchos guantes que les pongas. Pero ya había pasado una semana desde el funeral, y la gente empezaría a murmurar si no iba pronto. Así que la joven viuda se vistió de luto riguroso como mandaban los cánones y se encaminó al cementerio.
Odiaba aquel lugar, odiaba el olor a iglesia de la entrada y odiaba las lápidas de piedra fría y húmeda, así que una vez allí apretó fuerte las mandíbulas, cerró las manos hasta sentir las espinas de las rosas atravesar la piel, levantó la cabeza y enfiló los últimos metros con decisión espartana.
Pero el disfraz de viuda valiente se le desmoronó de golpe al ver una figura postrada ante la tumba de su difunto esposo. Era una mujer, pero la niebla desdibujaba su rostro y no fue capaz de identificarla. Sí vio con claridad, sin embargo, que lloraba amargamente mientras dejaba un ramo de rosas en el suelo.
Paralizada por la extraña situación contempló unos instantes aquella escena en silencio. No parecía ninguna conocida, y estaba claro que no era ningún familiar. Por un momento pensó que tal vez se había vuelto loca de tanto llorar y se estaba viendo a sí misma, pero en ese instante la desconocida se puso en pié y se alejó con parsimonia en dirección opuesta.
Desconcertada y temblorosa la joven viuda reanudó el paso. Aquel ramo idéntico al suyo fue tomando forma a medida que se acercaba, y cuando apenas estaba a un metro de él distinguió una nota. La cogió entre sus dedos y la leyó de forma mecánica un millar de veces "Una rosa por cada año que pasamos juntos. Te quiero y te seguiré queriendo siempre amor mío".
Las tripas comenzaron a hacer movimientos extraños, el corazón le palpitaba de forma alarmante y una rabia inesperada le trepó por la garganta hasta convertirse en gritos de desprecio y desesperación. Todas las lágrimas que había derramado en la última semana se transformaron de golpe en insultos y odio. Golpeó la lápida, le dio patadas completamente fuera de sí, destrozó el ramo que había comprado esa misma mañana pétalo por pétalo y se rasgó el uniforme de viuda plañidera.

Mientras juraba a voz en grito no volver jamás a aquel lugar, detrás de un árbol cercano un viejo amigo del difunto pagaba con un sobre cerrado a la extraña que minutos antes se había arrodillado en aquella tumba fingiendo llorar.
- Tal vez no sea asunto mío señor, pero no entiendo porqué le hace esto a esa pobre mujer si realmente le tiene aprecio alguno. Mírela, odiará al hombre con que se casó por algo que él nunca hizo.
- Eso es exactamente lo que pretendía. Es bien sabido que es más llevadero odiar a alguien que echarlo en falta. Él la quería demasiado como para permitir que arruinara lo que le queda de vida sentada en una habitación oscura llorando por algo que desgraciadamente no tiene remedio. Prefería que le olvidara, incluso que le odiara si fuese necesario si así le ahorraba una vida de encierro y lamentos. Supongo que no hace falta que le diga que esto debe quedar entre usted y yo.