25 agosto 2008

La lotería

Diego y Sara se pusieron de acuerdo por primera vez en catorce años e invirtieron el premio en el coche de sus sueños. Lo que más le gustaba en este mundo a Diego era conducir y frenar el coche al ritmo de la música cuando llegaba a un semáforo. Tres frenazos bien dados y la cara se le iluminaba. Sara no lo soportaba, porque a ella lo que más le gustaba en el mundo era que Diego se vistiera en plan elegante para poder pasear con él como si fueran los protagonistas de Dallas. Estaba claro que un buen coche era la mejor de las inversiones.

Desde que el deportivo llegó a sus vidas, cada viernes Diego aparecía en el salón a las 19h para que Sara le gritara con cara avinagrada ¡¿pero qué te has puesto?!. Durante una hora ella le revolvía los armarios y cajones y le dejaba hecho un pincel. Salían de casa a las 20.30, ella maquillada como una puerta y luciendo sonrisa, él vestido como los que van a ver las regatas y cara de pocos amigos.

A las 21h, ni un minuto antes ni un minuto después se les podía ver a dos kilómetros por hora recorriendo el paseo marítimo. A esa hora aún había algo de luz, lo que sin duda facilitaba que todo el personal pudiera reconocerlos, y además las terrazas estaban hasta los topes con esa mezcla rara de los que se toman la Coca cola en bañador antes de ir a casa a quitarse la arena de la playa, y los que se disponen a cenar con el modelón y las joyas. A eso de las 21.15 empezaba la primera tanda de diversión del fin de semana.

Un, dos, tres. Sincronización perfecta entre el freno y la música. Diego intenta contenerse, pero sabe que Sara le está mirando y no puede controlarse. Sonríe, saborea el momento y gira la cabeza a la espera de la reacción de Sara.
Un, dos tres. A Sara se le encrespa el pelucón de los nervios y mira de reojo las terrazas para asegurarse de que nadie ha visto semejante horterada. Una vez segura levanta la mano con sigilo y le da una colleja a Diego.

Gracias a Dios en el paseo marítimo sólo había tres semáforos, porque en cada uno de ellos la historia se repetía. Seis risas de uno y seis collejas de la otra por semana, los tres de la ida y los tres de la vuelta. De ahí se iban discretamente a casita a cenar y comentaban la tarde.
- Bueno que, te ha visto tía esa de la oficina o no.
- Sí que me ha visto, pero estaba en una mesa que quedaba lejos de la carretera así que igual no se ha dado cuenta de que me he puesto lentillas verdes y que el vestido es de marca.
- Yo estoy sentado a medio metro y la verdad es que tampoco me había dado cuenta.
- Ya, pero tú eres idiota. Y tú que, ¿te ha visto a algún conocido?.
- Gracias a Dios no, pero me lo he pasado pipa con los frenazos y el cabreo que te has cogido.
- Lo que decía, eres idiota.
- Pues eso será.
- Cariño...
- Qué?
- Te quiero
- Y yo a ti.