25 enero 2010

Sueños para el psicoanálisis I

Yo y el resto de los científicos del laboratorio sujetábamos a los diminutos gorilas en las palmas de nuestras manos. Ya estaban embadurnados con el tomate triturado y los cacahuetes. Todos al mismo tiempo los dejamos caer al agua con sumo cuidado y nos quedamos allí mirándolos. Un par de minutos después los resultados que esperábamos se hicieron evidentes. La acción conjunta del tomate, los cacahuetes y el agua estaban empezando a oxidar la diminuta cremallera del disfraz del gorila impostor haciéndola perfectamente visible. Había sido todo un éxito.


Orgullosa de mi participación en tal hazaña salí corriendo del laboratorio a toda prisa para no llegar tarde a la boda de mi hermana mayor, la que vive en Finlandia. La pobre, emocionada por el calorcito de la Península, se había comprado como traje de novia un vestido de volantes minifaldero que iba a hacer que se le vieran las nalgas cada vez que el cura dijera aquello de "pueden sentarse". Sé que tenía que haberle dicho algo, pero ¿cómo iba a hacerlo si yo no hablo una palabra de finés?

18 enero 2010

Cuando "para siempre" da mucho miedo

Cuando toqué sus manos lo supe. No fue al mirarle a los ojos, ni al oír su voz, ni al sentir su perfume, ni al rozarse nuestros brazos de forma casual. Lo cierto es que hasta que no tuve mis manos en las suyas ni siquiera lo sospeché.

Pero de pronto todo fue tan evidente que me reí de mí misma por no haberme dado cuenta antes. Si lo hubiera hecho habría salido corriendo sin detenerme ni un solo instante a mirar atrás, pero él ya tenía mis manos en las suyas y huir era imposible.

Resulta que yo soy una de esas personas a las que les asusta la soledad más que las malas compañías, y él resultó ser una de esas malas compañías a las que los cambios les asustan más que la más atroz de las monotonías.

Así que así estamos desde entonces, con las manos todavía unidas ya más por la costumbre que por las ganas y sin posibilidad alguna de ponerle remedio.

13 enero 2010

A la vejez...

Maruja estaba nerviosa como una colegiala. Era su primera aparición y quería que todo saliera perfecto. Iba a ir a ver a Antonia, su antigua compañera de habitación. La despertaría con un beso en la mejilla, ella se asustaría un poco al principio pero luego se emocionaría y hablarían toda la noche de esto y aquello como si nada. Pero Maruja era novata en esto y no sabía que era costumbre de sus nuevos compañeros gastar una broma el primer día, no por maldad, sino por rebajar los nervios y quitarle un poco de tensión a la situación. Así que la pobre hizo caso a pies juntillas de lo que le dijeron y cuando se quiso dar cuenta la mejilla que iba a besar no era la de Antonia, sino la de Domingo, el abuelete tímido de la habitación contigua de la residencia.

La pobre se habría puesto colorada de la vergüenza si hubiera podido, pero se limitó a dar media vuelta de puntillas y revolotear hacia la puerta. Estaba agarrando el pomo cuando Domingo la llamó: “Marujita, ¿de verdad eres tú? No te vayas por favor, quédate un ratito más.” Y mira por donde resultó que Domingo no era tan tímido y que además había estado coladito por sus huesos cuando aún estaba viva. La pobre se sentía culpable por estar allí con aquel señor mientras su querida Antonia roncaba como un elefante en el cuarto de al lado pero, entre unas cosas y otras, se le pasó la noche allí de charla con Domingo.

Al día siguiente volvió a saludar a Domingo antes de ir a ver a Antonia, por educación según le dijo a sus compañeros y porque, para qué engañarse, le había encantado recibir piropos aunque fueran de un vejete. A lo tonto volvieron a darles las tantas de nuevo mientras Antonia seguía con sus ronquidos dos metros más allá. Y se ve que la mujer dormía bien, porque al otro día hubo más de lo mismo, y al otro, y al otro, y al otro,…. Pero una mañana, cuando bajaba a desayunar, el pobre Domingo, agotado de tanta conversación nocturna, se sentó en una silla del pasillo a descansar un momentito. Cuando se fue a levantar se dejó el cuerpo allí sentado y se fue volando a buscar a su Marujita más contento que unas castañuelas. Se reía a mandíbula batiente pensando para sí mismo:

“Si ya lo decía mi madre, ¡a la vejez, viruelas!”

04 enero 2010

La noche más larga del año

Al fin había llegado la noche que tanto tiempo llevaba esperando. Lo dejó todo bien preparado y se metió en la cama más temprano que nunca, aunque le costó dormirse por los nervios que le estrujaban el estómago. Se despertó cuando apenas había amanecido pero consiguió mantenerse debajo del edredón un par de horitas más por si acaso. Quería que todo saliera bien.

A eso de las nueve y media se puso las zapatillas de andar por casa, su bata de color rosa chicle y bajó las escaleras. Pasó por el salón con los ojos cerrados y tapados con la mano izquierda para asegurarse de no ver nada de nada, siguió bajando las escaleras, ya con los ojos bien abiertos, y abrió la puerta de sótano.

La primera parte del plan había funcionado a la perfección. Papá y mamá seguían allí atados a las sillas de camping con las bocas tapadas con las pañoletas de su grupo de niñas montañeras y las manos atadas en la espalda con uno de esos nudos imposibles que te enseñan los monitores dándose aires de superioridad. Los pobres la miraban con cara de estar preguntándose qué habían hecho mal con su niñita del alma.

Mientras les sacaba una segunda foto con su Polaroid les anunció con toda la tranquilidad del mundo que iba a subir a comprobar si Sus Majestades habían pasado o no por casa. “Esas niñas repelentes de quinto se van a tener que callar la boca cuando vean esto. Les dije que les iba a demostrar que los Reyes Magos sí que existen, porque vosotros siempre me decís que son de verdad ¿a que sí?, a que sí que me lo decís siempre ¿eh? a sí que existen, a que sí mamá. Se van a enterar pero bien.”

A mamá le habría gustado no haber mirado a su hija en ese momento y no haber visto un gesto de lo más extraño en su cara. A papá le habría gustado no haberse dado cuenta de que la niña de sus ojos apretujaba la cámara de fotos entre los dedos con tanta fuerza que los nudillos se le ponían blancos como la nieve. Era sólo una niña, su niña. Pero su niña se las había apañado para secuestrarlos en su propio sótano y les había dejado allí toda la noche para irse a la cama a dormir temprano como si tal cosa.

Y por fin llegó el momento más esperado. La pequeña subió las escaleras y dejó allí a sus padres rezando como nunca para que algún tipo de milagro navideño tuviera lugar en cualquier momento.

Y el piso de arriba se oyó un grito
¿Era de alegría?
¿De espanto tal vez?