Maruja estaba nerviosa como una colegiala. Era su primera aparición y quería que todo saliera perfecto. Iba a ir a ver a Antonia, su antigua compañera de habitación. La despertaría con un beso en la mejilla, ella se asustaría un poco al principio pero luego se emocionaría y hablarían toda la noche de esto y aquello como si nada. Pero Maruja era novata en esto y no sabía que era costumbre de sus nuevos compañeros gastar una broma el primer día, no por maldad, sino por rebajar los nervios y quitarle un poco de tensión a la situación. Así que la pobre hizo caso a pies juntillas de lo que le dijeron y cuando se quiso dar cuenta la mejilla que iba a besar no era la de Antonia, sino la de Domingo, el abuelete tímido de la habitación contigua de la residencia.
La pobre se habría puesto colorada de la vergüenza si hubiera podido, pero se limitó a dar media vuelta de puntillas y revolotear hacia la puerta. Estaba agarrando el pomo cuando Domingo la llamó: “Marujita, ¿de verdad eres tú? No te vayas por favor, quédate un ratito más.” Y mira por donde resultó que Domingo no era tan tímido y que además había estado coladito por sus huesos cuando aún estaba viva. La pobre se sentía culpable por estar allí con aquel señor mientras su querida Antonia roncaba como un elefante en el cuarto de al lado pero, entre unas cosas y otras, se le pasó la noche allí de charla con Domingo.
Al día siguiente volvió a saludar a Domingo antes de ir a ver a Antonia, por educación según le dijo a sus compañeros y porque, para qué engañarse, le había encantado recibir piropos aunque fueran de un vejete. A lo tonto volvieron a darles las tantas de nuevo mientras Antonia seguía con sus ronquidos dos metros más allá. Y se ve que la mujer dormía bien, porque al otro día hubo más de lo mismo, y al otro, y al otro, y al otro,…. Pero una mañana, cuando bajaba a desayunar, el pobre Domingo, agotado de tanta conversación nocturna, se sentó en una silla del pasillo a descansar un momentito. Cuando se fue a levantar se dejó el cuerpo allí sentado y se fue volando a buscar a su Marujita más contento que unas castañuelas. Se reía a mandíbula batiente pensando para sí mismo:
“Si ya lo decía mi madre, ¡a la vejez, viruelas!”