29 junio 2007

Esperando algo (Parte II)

Todavía faltaba una semana para el verano y el calor ya empezaba a apretar. La obra de las estufas por fin había terminado, pero aún quedaba mucho por limpiar. Además Lola había decidido dar una mano de pintura al salón, así que el trabajo se amontonaba aunque una de las habitaciones seguía aún vacía. Entonces llegó un paquete.

- Lola acaban de traerte esto. Yo me voy a trabajar y luego tengo una audición, así que no vendré a comer. Hasta luego.
- Gracias. Hasta luego.

Era el libro de Ernesto. Al abrirlo vio un pequeño post it amarillo en la segunda hoja "Espero que te guste y entiendas porqué no te lo dejé leer antes. Un beso" Lola se sentó en la silla del comedor donde Ernesto solía escribir durante la sobremesa y empezó a leer.

Toda la historia giraba en torno a Claudia, una hermosa viuda que vivía por y para sus dos hijos varones en un pequeño pueblo costero del norte. Tras una vida de duro trabajo y sacrificios llegó un día en que sus hijos comenzaron a trabajar en un barco pesquero que pasaba largas temporadas en la mar, por lo que de pronto se vio sola y sin saber que hacer. Al principio pasaba el tiempo ocupada con los quehaceres del hogar, pero pronto se aburrió de trabajar para nadie. Entonces se entretuvo leyendo todos los libros que tenía en casa. Disfrutó y envidió las aventuras que en ellos encontró. Cuando se le acabaron los libros se decidió a salir a la calle y buscar más historias entre sus paisanos. Se sentaba en un banco del paseo marítimo y observaba a los que por allí paseaban. Escuchaba las palabras que le llegaban cuando pasaban a su lado y después ella inventaba el resto de la historia. Se quedaba allí horas imaginando mil historias y sin hablar con nadie.


Tan ensimismada estaba que no se fijó en que cada tarde se sentaba frente a su banco un joven pintor que no dejaba de mirarla entre pincelada y pincelada. Durante tres meses estuvieron coincidiendo en aquel paseo hasta que, por fin, una tarde ella se fijó en él. Seguro que no eran más que imaginaciones suyas, pero aquel apuesto joven no dejaba de mirarla, incluso creyó ver que en una ocasión le sonreía y se ruborizó como una quinceañera. Al día siguiente se puso un vestido de flores que dejaba sus hombros desnudos, se peinó con mucho cuidado y volvió a su banco del parque. Al cabo de un rato el joven pintor volvió a instalarse frente a su banco, sus miradas volvieron a cruzarse en un par de ocasiones y Claudia volvió a sonrojarse. Esa noche llegaron sus hijos a casa. Estarían allí unas semanas antes de volver a zarpar. Claudia se olvidó por completo de sus paseos, su banco, su pintor, su vida, y se dedicó a cuidar a sus hijos. Pero llegó de nuevo el día en que tuvieron que partir, ella se quedó de nuevo sola y entonces lo recordó. Se arregló y salió de casa corriendo. Era algo tarde, pero tal vez aún estuviera allí... Cuando llegó al banco vio que no había nadie en el paseo. Al día siguiente esperó pacientemente, pero el pintor tampoco apareció.

Dos años después, al salir de la iglesia con sus hijos, sintió que el corazón le daba un vuelco. Habían instalado una exposición de pintura en el paseo marítimo y al instante supo que eran los cuadros de que aquel joven pintor. Aunque los cuadros no se parecían entre sí, en todos ellos se podía ver una mujer hermosísima sentada en un banco con la mirada perdida y una sonrisa en los labios.

Lola había leído la novela sin moverse de la silla. Envidiaba Claudia porque ella nunca podría ser una musa como ella, y envidiaba a Ernesto por ser capaz de imaginar historias como aquella. Cerró el libro con fuerza dispuesta a volver al trabajo antes de que su cabeza empezara a funcionar, pero el post it se le cayó al suelo. Lo recogió con cuidado, abrió el libro para pegarlo exactamente donde estaba y entonces vió algo que no había visto antes. Debajo de donde estaba pegada aquella nota había unas líneas:

" Para Lola, la hermosa mujer que sin saberlo inspiró cada una de estas líneas".

25 junio 2007

Esperando algo (Parte I)

Lola vivía en una casa llena de humedades en un barrio periférico de una gran ciudad. Era joven, pero sus ojos y, sobretodo, sus manos, estaban más ajados y secos de lo que cabría esperar de alguien de su edad. Desde muy pequeña no había parado de trabajar. Al principio ayudó a sus padres en el campo. Años después, en cuanto se mudaron a la ciudad, comenzó a trabajar los fines de semana como cajera en un supermercado. Desde que sus padres murieron trabajaba desde casa como costurera para unos grandes almacenes.

Aunque podía dar esa impresión, Lola no era una mujer triste, pero tampoco era feliz. La monotonía la aterraba, le obsesionaba pensar que siempre había tenido una vida anodina y que cuando muriera nadie la echaría de menos. Su problema tampoco fue nunca la falta de dinero, sino que simplemente le sobraba tiempo. Por eso hacía unos años que había alquilado dos de las habitaciones de su vieja casa, que hacía así las veces de hostal. Cuando no cosía hacía camas, preparaba la comida, iba a la compra, enceraba los suelos,... cualquier cosa que la mantuviera ocupada las 24 horas del día y le impidiera pensar en sí misma.

Ella dormía y trabajaba en la planta baja, mientras que sus huéspedes se alojaban en la planta superior. Por la habitación del fondo del pasillo habían pasado ya muchos personajes distintos, sin embargo hacía casi dos años que en la habitación junto al baño vivía Ernesto, un escritor que esperaba pacientemente que le llegara su oportunidad. Estaba siendo un invierno bastante más frío de lo habitual, por lo que las sobremesas de la noche se alargaban hasta bien tarde. Era evidente que nadie quería salir del templado comedor sabiendo que le esperaba un cuarto frío con unas sábanas gélidas.
- Menos mal que cambié las ventanas. De todas formas el año que viene pondré estufas nuevas en todas las habitaciones, hasta en el pasillo.
- Yo si tengo suerte me iré en dos meses a Cádiz y me olvidaré de este frío y esta humedad. Me cansa tanta lluvia y tanto abrigo.

Ernesto no dejaba de hacer garabatos en un cuaderno mientras Lola y Javier hablaban sujetando fuertemente la taza de café caliente. Javier trabajaba como vendedor ambulante de perfumes para una "empresa líder en el sector". Tenía un buen sueldo, incluso le pagaban lo suficiente como para permitirse un buen hotel en el centro, pero ahorraba todo cuanto podía para poder empezar su carrera como empresario autónomo.
- Voy a abrir un negocio que me va a retirar antes de cumplir los 50. Ya lo tengo todo pensado, tengo hasta la nave ya elegida y los presupuestos para la reforma. Si en estos dos meses las ventas funcionan bien tendré lo suficiente para arrancar antes del verano.
- Que envidia me das. A mí me encantaría hacer algo así, pero no me atrevería, no valgo para esas cosas. No sabría ni por donde empezar.

Ese era el mayor problema de Lola. Al comienzo pensó que tener gente en casa sería una buena idea. Tendría con quien hablar y además le permitiría arreglar poco a poco la casa de sus padres, pero cada vez se le hacía más difícil. La gente llegaba y unas semanas después volvía a irse para seguir con sus vidas. Vidas interesantes, llenas de anécdotas, viajes, triunfos y fracasos. Pero al menos tenía a Ernesto, que parecía tan anclado a aquella casa como ella misma.

Con la llegada de la primavera en el dormitorio de Javier se instaló Ana, una excéntrica joven de unos veinte años que quería triunfar en el mundo del espectáculo y que de momento trabajaba en un parque de atracciones con un ridículo disfraz de mejicana.
- Ayer me llamaron de esa editorial de la que te hablé. Están muy interesados en publicar la novela. Mañana mismo tengo que ir a hablar con ellos.
-
Te lo dije Ernesto. Ya sabía que te llamarían tarde o temprano. Tienes mucho talento ¿sabes?
- Gracias, pero teniendo en cuenta que nunca has leído ni una línea de lo que escribo no sé si tomarte muy enserio.
- Durante dos años Lola había intentado en leer alguno de los borradores de Ernesto, pero por más que había insistido él siempre se sonrojaba y le decía que no tímidamente.
- Da igual, no necesito leer nada para saber que tienes talento. Cualquiera que te conozca un poco se daría cuenta de ello. Sólo te falta creértelo un poco y olvidarte de esa timidez tuya.

Ernesto se fue, pero no volvió. A los tres días Lola recibió una carta en la que le explicaba que todo había ido muy bien y que ya había firmado un contrato con la editorial. A partir de ahora tendría que trabajar mano a mano con ellos para poder publicar en unos meses, por lo que tendría que quedarse en Madrid una buena temporada. "Te echaré mucho de menos, pero te prometo que serás la primera persona en tener un ejemplar del libro". Otro más, otro que llegaba para irse y empezar una nueva vida llena de anécdotas, viajes, triunfos y fracasos. Antes de pensar demasiado en ello Lola subió corriendo las escaleras y colgó del balcón del dormitorio el cartel de "Habitación disponible". Después bajó corriendo a la cocina y llamó al fontanero para que comenzara a instalar las estufas lo antes posible.

(Ilustración "El cuarto nuevo" de Marta Altieri - www.maltieri.com)

18 junio 2007

Algo huele a podrido en Alcorcón (II parte)

Eran las dos y media de la madrugada, estábamos en mitad de una rotonda sin nombre de alguna calle de Alcorcón sin rumbo y sin fuerzas. Las hasta entonces miradas de complicidad y compañerismo se estaban empezando a convertir en miradas cargadas de reproches e incluso ira. El concierto de Pearl Jam no era ya más que un lejano eco en nuestras cabezas, algo que había tenido lugar años atrás. Pero una vez más no quedaba más remedio que seguir. Y entonces la cosa empeoró un poco más.

Empezamos a cruzarnos con restos de la antes vigorosa manada festivalera (no nos engañemos, para la organización del Festimad no éramos más que eso, una manada de borregos) refugiada en todo tipo de soportales y toldos de bares cerrados hace horas esperando tristemente a que saliera el Sol y se restableciera el servicio de autobuses diurnos a Madrid. El espectáculo era desolador. Anduvimos al menos media hora sin rumbo fijo hasta que nos encontramos con un grupo aún más desquiciado que nosotros. Eran unos pobres franceses que en menos de cuatro horas tenían que coger un vuelo en Barajas y que no hablaban ni una palabra de español. Ante la adversidad ajena todos olvidamos nuestras diferencias y nuestras ganas de aniquilarnos los unos a los otros y nos centramos en ayudar al prójimo, aunque sin tener ni idea de cómo.

- La para da de los búhos está en la segunda rotonda a la derecha. Tenéis uno en un cuarto de hora. Es el bus 501. Seguro.
- Pues creo que no vais bien. Que yo sepa los buses nocturnos salen de Alcorcón Central (¿?), y eso está como a veinte minutos andando de aquí.
- No se, yo que vosotros me iría a la estación de la Renfe.
- ¿Madrid?

Otra vez todas indicaciones falsas que no nos llevaban a ninguna parte y, otra vez, la lluvia que comenzaba a caer con ganas tras tres cuartos de hora de tregua. Creo que en ese momento los franceses se preguntaban si no habrían tenido más suerte si hubieran seguido por su camino sin hacernos caso, pero entonces la vimos. Era una suave luz en una esquina al otro lado de la avenida. Apenas se veía por la cantidad de agua que estaba cayendo, pero fuimos hacia ella sin pensárnoslo dos veces. ¡Era un bar abierto!

- Pues yo no puedo llamar a ningún taxi, pero aquí cerca está el bingo y por ahí siempre pasan taxis. Sólo tenéis que bajar la calle hasta la siguiente rotonda.

Ya estabamos más que escarmentados de lo engañosas que eran las rotondas de Alcorcón y sus ciudadanos, pero aún así decidimos hacer caso al amable camarero. Y, efectivamente, en cuanto llegamos a la esquina del bingo un taxi y su maravillosa lucecita verde aparecieron de la nada. Como náufragos a lo Tom Hanks en su isla desierta saltamos, corrimos y gritamos para parar aquel taxi.

- ¿Podría avisar con la radio a otros dos taxis para que vinieran a recogernos por favor? – Ya estábamos tan desesperados que la idea de pagar 25€ por llegar a Madrid y tirar a la basura los bonos del metrobus que habíamos comprado con antelación para evitar problemas nos parecía una idea genial
- Pues lo siento, pero es que no puedo. No tengo radio.

Nuestra euforia se esfumó al mismo tiempo que desaparecía el taxi y los franceses por la siguiente rotonda. Automáticamente, y sin que hubiera palabra de por medio, la ansiedad y la mala leche se apoderaron de nuestros cuerpos de nuevo. Tal era la situación que el ya reducido grupo de 7 personas que quedábamos se dividió en dos grupos, cada cual más lamentable: mientras unos se sentaron a pie de carretera bajo la lluvia para abalanzarse sobre el primer taxi que osara pasar por allí, los otros nos metimos en un cajero automático dispuestos a instalarnos allí de por vida.

Pero entonces algo en nuestro interior, el instinto de supervivencia creo que lo llaman, hizo que nos levantáramos de nuevo, saliéramos a la calle, nos uniéramos a nuestros compañeros de fatigas y volviéramos a caminar por las amplias avenidas de Alcorcón. La dirección ya era lo de menos. Lo único que importaba era permanecer en movimiento. Y por fin la suerte nos sonrió. Apenas quince minutos después dos nuevos taxis libres se cruzaron por nuestro camino. No exagero lo más mínimo si afirmo que ese fue el momento más feliz de nuestras vidas. En unos minutos todo habría terminado.

Mientras subía al taxi y le indicaba la dirección de destino toda la noche pasó ante mis ojos. La llegada a Madrid, la comida de tapeo, el traslado a Leganés, las cañitas antes de entrar al recinto, nuestros bocadillos tirados a un cubo de basura por el guarda de seguridad, los saltos en la piscina de bolas, los grupos teloneros, PEARL JAM en todo su esplendor, los miles de personas en fila para ir al metro, las horas deambulando por Alcorcón,...

Aún hoy, cuando los supervivientes nos reunimos seguimos hablando de aquella extraña noche. ¿Qué pasó realmente en Alcorcón? ¿Por qué nadie fue capaz de indicarnos bien donde estaba el bus que buscábamos? ¿Consiguieron todos los "niños perdidos" del Festimad salir de allí? ¿Por qué llueve tanto en Alcorcón?
Aquí teneis unas imágenes para que os hagais una idea aproximada del número que se montó al acabar el concierto. Y qu conste que estos son sólo unos pocos provilegiados que lograron bajar al andén de la estación de Leganés (para después ser abandonados en Alcorcón), que arriba se quedaron muuuuuuuuuuuchos más. Menos mal que todos estábamos de buen humor.....

11 junio 2007

Algo huele a podrido en Alcorcón (I parte)

- Lo siento, pero ya se han acabado las conexiones de metro, tendrán que salir de la estación por aquellas escaleras.
- Pero no puede ser. Somos al menos doscientas personas, de Leganés ya ha salido el siguiente metro con otras tantas, y eso sin contar todos los que aún están en la estación esperando más los que aún no han llegado desde el estadio. ¿De verdad van a dejarnos a todos tirados aquí con la que está cayendo?
- Como le digo, el último metro a Madrid ha salido hace cinco minutos, pero tienen autobuses a Madrid junto a esta boca de metro.

Resignados y cargados de optimismo todos subimos las escaleras mecánicas con parsimonia. Eramos una masa desigual de camisetas negras de Pearl Jam, pantalones cortos, sandalias, piercings, barbas de chivo, cabezas afeitadas, rastas y ojillos enrojecidos por el humo. Al salir al exterior el cielo amenazaba descargar con ganas, así que nos acercamos a una minúscula marquesina de autobús en la que apenas cabían diez personas apretujadas. Y entonces comenzaron las preguntas:

- Oye, ¿tu sabes si la parada del bus a Madrid es esta o la de enfrente?
- Pues ni idea, yo soy de Málaga.


Las miradas se cruzaban buscando alguna indicación, pero la respuesta siempre era la misma: “yo soy de Bilbao”, “nosotros somos de Barcelona”, “yo es que soy de Murcia”, “pues nosotros de Zaragoza”,... Y entonces la voz de la sabiduría emergió firme y segura de algún lugar al fondo de la marquesina.

- Los autobuses nocturnos a Madrid no salen de aquí, la parada está siguiendo por esta avenida todo recto, y en la tercera rotonda giráis a la derecha. Sale uno cada hora.
- Gracias, gracias oh salvador.


En realidad nadie lo dijo con estas palabras, pero todos lo pensamos ya que para entonces la siguiente remesa de abandonados por la organización del Festimad comenzaba a salir por la boca del metro. De esta forma, la masa desigual y yo comenzamos a caminar por las estrechas aceras de Alcorcón en busca de la parada de autobús prometida. Y llegamos. El problema es que cuando llegamos ya había allí metidos unos veinticinco miembros aventajados del grupo, además el cielo ya había cumplido su amenaza y llovía de forma más que generosa, así que a las camisetas negras de Pearl Jam, pantalones cortos, sandalias, piercings, barbas de chivo, cabezas afeitadas, rastas y ojillos enrojecidos por el humo se sumaron algunos chubasqueros de esos como los del capitán Pescanova en versión todo a cien. Pero nada de aquello importaba. Eramos unos doscientos veinte abandonados junto a una diminuta parada de autobús y en unos minutos llegarían muchos más, pero al fin estábamos salvados. Justo entonces todo cambió.

- Acabo de preguntarle a un policía y dice que por aquí no pasa el búho (= bus nocturno).
- Que dices, el chaval del metro nos ha dicho que era aquí.
- Pues el policía dice que tenemos que andar por esta avenida entre uno y dos kilómetros para llegar a la parada por la que pasan los búhos.

Ante tal desconcierto algunos de los ataviados con chubasqueros capitán Pescanova salieron raudos a interrogar a unos adolescentes que hacían botellón en unos soportales. Tras unos minutos de espera que fueron eternos regresaron. La lluvia ya era casi de tormenta tropical.

- Esos chavales dicen que la parada está dos rotondas más arriba girando a la derecha.

Un murmullo se extendió entre los presentes. Tras serias deliberaciones el grupo se dividió. Aquello era claramente el principio del fin, las adversidades comenzaban a hacer mella, pero había que seguir adelante. Un grupo más reducido y yo decidimos seguir la pista que nos habían dado los adolescentes borrachos de pacharán con chocolate y licor de fresa. La pista resultó ser falsa una vez más. No podíamos creerlo, nos habían mentido por segunda vez. No había más remedio que localizar a otro lugareño y preguntar, pero las calles estaban desiertas. Cuando los ánimos ya casi nos habían abandonado surgió de la nada una amable joven que muy segura de sí misma nos dijo:

- La parada está aquí mismo. Al final de esta calle giráis a la derecha y ahí mismo la tenéis.

Con energías renovadas retomamos nuestra marcha no sin lamentar una nueva pérdida de parte del grupo de expedición. Apenas éramos ya veinte personas caminando bajo la lluvia de Alcorcón cuando giramos y, para nuestra desesperación, vimos que en aquella calle no había ni una sola parada de autobús. Era la tercera vez que nos engañaban de forma deliberada. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué nos estaban mintiendo así? ¿Qué les habría sucedido al resto de los grupos que, como nosotros, buscaba una salida de Alcorcón? Las preguntas se amontonaban en nuestras mentes mientras nuestros pies comenzaban a resentirse de siete horas de conciertos y casi dos de paseo errático bajo la incesante lluvia. Y justo entonces la tormenta arreció. Sin mediar palabra salimos corriendo cada uno por su lado en busca de cobijo. Yo acabé bajo una marquesina, que por supuesto no era la del bus que estaba buscando, con otras diez personas. El pesimismo era notable. ¿Lograríamos salir de aquel infierno? ¿Acaso nos habían tendido una trampa? ¿Habría alguna extraña razón para semejante conspiración?