19 mayo 2009

La foto

Estaba sentado en el salón rodeado de viejas cajas que no había abierto en años. Necesitaba hacer sitio en casa para Natalia, que se plantaría allí con sus maletas en unas horas. Se había apañado bien con la ropa, los discos, e incluso con los libros. De hecho apenas había tenido que tirar nada. Sorprendentemente, una vez ordenado, todo parecía haberse reducido a la mitad. Pero sus cuadernos y borradores eran otra cosa. Todo lo que había escrito estaba en aquellas cajas de cartón. Sin pensárselo dos veces tomó aire y se zambulló en la búsqueda de material del que deshacerse. Abrió la primera caja y apareció. ¿Cómo podía haberla olvidado? Tal y como ya le pasara tiempo atrás todo su alrededor desapareció. Ya no veía los montones de papel ni su salón, ahora sólo estaban esos tacones negros, esas piernas de mujer y una triste taza de café en un suelo anónimo. Aquella foto le había cambiado la vida una vez y a punto estuvo de volverle loco.

Fue al final de un verano. Acababa de volver de dos semanas de vacaciones con Susana y se acercó a la tienda de la esquina para recoger las fotos. Lo típico: él sonriendo delante de un bar, ella sonriendo en la piscina, los dos sonriendo en la cama, paisaje visto desde la ventanilla del coche,… y ella. La foto apareció entre las demás como si fuera una más y sin embargo no tenía nada que ver con el resto. Era en blanco y negro y parecía hecha de noche, todo ello a pesar de que su cámara no tenía flash y que todos sus carretes eran en color. Revisó los negativos para comprobar que no había sido un error de la tienda y, efectivamente, no lo era. Ahí estaban esos tacones, esas piernas y la triste taza de café. Sintió alivio por no tener que deshacerse de la instantánea, pero al mismo tiempo una desazón se apoderó de él. Tenía que encontrarla, tenía que averiguar quien era aquella mujer, de donde había salido, a donde iba con tanta prisa como para dejar caer su café,….


Repasó minuto a minuto el recorrido de sus vacaciones, cada excursión, cada visita, cada desayuno, cada comida, cada cena. Consiguió situar todas las fotos en un lugar y un día concreto, todas menos la única que le interesaba. Tal vez si le hubiera preguntado a Susana ella habría podido ayudarle, pero no se atrevió. Aquella imagen era suya y solo suya. Nadie debía verla, ni tocarla, nadie debía saber de su existencia. Así a la desazón se le sumó una creciente paranoia que le llevó a romper con Susana cuando ésta le comentó que pasaba demasiado tiempo metido en casa a solas y que no entendía aquella manía de fotografiarla de espaldas con tacones y medias de rejilla.

Volvió a visitar cada lugar de sus vacaciones en busca de un suelo, una taza y, sobre todo, unas piernas como las de su foto, pero no hubo suerte. Durante semanas se encerró en casa dedicado en exclusividad a contemplar todas las copias que empapelaban cada pared. Día y noche, despierto o dormido, lo único que sus ojos veían era aquella imagen. Hasta una noche. No recordaba ya como fue, pero una madrugada, en un momento de desesperación absoluta salió a la calle, se metió en el primer bar que vio abierto y bebió vino tinto hasta que dejó de oír el sonido de aquella taza al caer. Luego siguió bebiendo algo más hasta que dejó de oír el tamborileo de aquellos endemoniados tacones. Volvió a casa cuado el vino tinto ya ni tan siquiera le dejaba ver con claridad. Poco a poco, casi como si fuera un ritual premeditado, fue quitando los alfileres de las fotos y fue guardando éstas con sumo cuidado en carpetas primero y en enormes cajas después.

El recuerdo de aquella noche de borrachera le asaltó de pronto allí sentado, en mitad del salón. Las manos le empezaron a temblar y notó una desagradable sensación en el estómago, como si alguien estuviera intentando arrancárselo de cuajo. Volvió a tomar aire y miró con cuidado lo que quedaba en el interior de la caja que tenía delante. El pánico le subía por las pantorrilas. Abrió la segunda caja. El pánico le subía por las caderas. Abrió la tercera caja. El pánico se apoderó de todo su cuerpo. Decenas, cientos, miles de tacones le miraban fijamente con sus ojos negros mientras otras tantas tazas de café se reían de él sacando a relucir sus blancos dientes sin disimulo alguno.

Cuando Natalia llegó con sus dos maletas nadie abrió la puerta. Esperó horas, pero no hubo respuesta. Bajó al bar a por un café y volvió a subir corriendo al rellano no fuera a ser que encima le robaran sus cosas. Las maletas estaban allí, pero seguían sin abrirle la puerta. Ya era de noche cuando, harta de esperar, tiró la taza de café al suelo, no estaba de humor como bajar a devolverla como había dicho que haría, agarró las maletas y se fue de allí jurando que jamás volvería a intentar impresionar a un hombre poniéndose aquel modelito de femme fatale con medias de rejilla y tacones de vértigo.

07 mayo 2009

Adios: Intento nº 65

7 de mayo

Este no va a ser un mero intento de dejarte como fueron los 64 anteriores, porque esta vez al fin he logrado reunir las fuerzas suficientes para dejarte.

Hemos sido felices, y mucho, pero de un tiempo a esta parte me he dado cuenta de que algo está fallando, y es que llevo cuatro años viviendo tu vida, siendo feliz simplemente porque tú lo eres y haciendo solo lo que tú me pides. Es oír tu voz y este montón de huesos y carne se transforma en una especie de muñeco de plastilina sin alma ni conciencia al que lo mismo le da ir que venir. Es como si las yemas de tus dedos, cada poro de tu piel, escondieran algún tipo de imán del que me es imposible escapar. Y no creo que eso sea sano.

Jamás olvidaré aquellos cuatro días de acampada en pleno mes de agosto. No me malinterpretes, lo pasé bien, pero porque veía cuánto te gustaba a ti todo aquello. Si yo hubiera podido elegir habría cambiado las cuestas y las pozas con agua helada por una playa y un chiringuito. Me agobia muchísimo verme rodeada de gente, supongo que el ser bajita tiene mucho que ver, y aún así, ahí me tienes cada dos por tres en primera fila de cualquier concierto multitudinario que se precie con una sonrisa de oreja a oreja. No es que sea un sufrimiento, pero si no fuera porque te tengo allí conmigo puedes estar seguro de que jamás me metería en semejante marabunta de forma voluntaria.

Hace unos meses me dio un ataque de risa de lo más absurdo en la peluquería al verme con la cabeza llena de papel de plata y una pasta entre marrón y violeta. No fue por la pinta que tenía, no, sino porque de pronto me di cuenta de que siempre he sido rubia, hasta hace cuatro años, que casualmente me volví pelirroja. Ese mismo día empecé este extraño ritual de escribir cartas de despedida que voy amontonando en el cajón porque siempre acabo perdiendo las fuerzas y arrepintiéndome.

Pero hoy no. Esta mañana he salido corriendo del trabajo y he ido al mercado a comprar judías verdes porque sé que te encantan y he pensado que te haría ilusión llegar a casa y encontrar tu plato preferido en la mesa. Una tontería, ya ves. Pero cuando estaba haciendo fila me he dado cuenta de que por ti se me había olvidado el asco que me da el olor del mercado y, de paso, me había olvidado también lo poco que me gustan las judías verdes. Con un plato de verdura gigante tatuado en la mente he venido a casa y he empezado esta carta.

Te quiero, por favor, no olvides eso, pero necesito vivir mi vida una temporada. Ir donde yo quiera cuando quiera, comer lo que me pida el cuerpo, teñirme o quedarme como estoy porque es lo que me apetece, e incluso echarte de menos como una loca. Necesito alejarme de ese poder analgésico que tienes sobre mí, de esos ojos que me hipnotizan incluso cuando no me miran, de esa voz que somete sin necesidad de decir una sola palabra. ¿Ves? Sólo con pensar en ti y en que no voy a verte un tiempo ya me empieza a temblar el pulso y me sudan las manos. Es como si mi cuerpo se rebelara contra mí para que no pueda acabar esta carta. Si no soy capaz de escribir una despedida no podré irme.

Ya son las cuatro. Tengo que terminar antes de que vuelvas, y tengo que irme rápido para no cruzarme contigo. Hoy vendrás tan contento porque esta noche vamos a cenar a ese sitio que tanto te gusta y que a mí no me dice nada de nada. Te pedirás ese vino tinto que hace que te entre la risa floja antes de empezar la segunda copa. Y después de la tercera copa me darás la mano por debajo de la mesa y me mirarás de reojo con tu sonrisa de niño malo. Y yo y mi cuerpo de plastilina sin alma ni conciencia nos derretiremos como el hielo con una sonrisa de adolescente enamorada.


Creo que voy a elegir qué me pongo esta noche para salir a cenar. Puede que la semana que viene tenga más fuerzas y consiga acabar la carta 66.