27 febrero 2008

Mascando chicle no se piensa bien

Estaba harto de todo. Harto del trabajo, los compañeros, su ex mujer, el coche, la ciudad,... todo. Entonces tomó la decisión: Lo dejaría todo esa misma tarde y se largaría bien lejos. A un viaje, uno de esos de dos meses de los que, con un poco de suerte, ni siquiera tienes que volver.

A falta de chinchetas se sacó el chiche de la boca y lo lanzó contra el mapa de la pared del enfrente. Iría donde el chicle se pegara. Abrió los ojos nervioso y, para su decepción, resultó que el chicle se había pegado en la pared, justo encima del Polo Norte, pero sin rozarlo. El tiro no era válido. Sopló un poco el chicle para quitarle la porquería, lo mascó un par de veces para darle consistencia y volvió a lanzarlo. Esta vez se había pegado en mitad del Pacífico lejos de toda isla o, en su defecto, cacho de tierra al que poder llegar. Molesto volvió a coger el chicle, ya algo insípido, y lo lanzó concentrándose tanto como pudo. Al menos cinco veces más despegó el chicle de la pared, el Pacífico, el Atlántico y, mas que nada, del suelo, sobre todo en los últimos tiros, en los que el chicle ya había tomado una consistencia más gomosa que pegajosa, por lo que no había manera de que se fijara en el mapa.

Frustrado, cabreado y con el alma por los pies se tragó el dichoso chicle, tiró de la cadena, se subió los pantalones y volvió a su mesa de trabajo al frente de la agencia de viajes de su ex suegro pero todavía jefe.

23 febrero 2008

Érase una vez...

En un lejano y extraño país, en la alcoba más alta de la más alta torre, una hermosa joven dejaba reposar su cabeza sobre el pecho de su amante. Todo era tan perfecto que resultaba difícil de creer. Al fin estaban juntos. Después de tanto tiempo, de tantas luchas, tantas guerras, por fin descansaban acostados juntos bajo una gruesa manta, apartados del resto del mundo y sus ordinarias rutinas. Sólo estaban ellos dos y no hacía falta nada más.

Todo era tal y como ella lo había soñado a solas mil y una veces, todo incluso el intenso palpitar del pecho de su amante bajo su cabeza, aquel constante pumpum que no la dejaba dormir. "Ojalá se detuviera" pensó "Ojalá se detuviera y pudiéramos estar así para siempre". Como si de un deseo formulado ante una lámpara mágica se tratara, en el mismo instante en que ese pensamiento cruzó por su cabeza, el silencio se hizo total y la joven se sumergió el sueño más dulce y profundo de su vida.

Con la luz del amanecer sobre sus ojos, la joven se incorporó y besó con cuidado los ojos cerrados de su amante. Le besó las mejillas y los labios, pero él siguió sin despertar. Sin cambiar el gesto de su rostro, sin borrar la sonrisa de sus labios, la hermosa joven volvió a recostarse sobre el pecho de él diciéndose a sí misma "
Ves amor, ya no importa qué pueda suceder fuera de esta torre porque ahora podremos seguir así, juntos, para siempre
"

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

18 febrero 2008

Ctrl + Alt + Supr

Lloraba como un niño a pesar de su edad. "Trabajarás mejor y más rápido. Hace sola todos los cálculos sin error posible. Ahorraremos tiempo y dinero". Pero ya el primer día resultó que tenía que actualizar no-sé-que-cosa. ¿Una máquina sin estrenar que hay que actualizar? Luego resultó que, de vez en cuando, sin explicación, se "colgaba" y todo el trabajo se perdía. Y aquellos carteles,... Cuando creía que lo estaba haciendo todo bien, aparecían esos números y letras que le desconcertaban.

Lo había intentado con todas sus fuerzas, pero le habían vencido. Veinte años de trabajo impecable en la empresa y le echaban porque no se adaptaba a una máquina recién llegada que lo mismo se quedaba anticuada en dos días, que se declaraba en huelga y se apagaba.

Al salir, probablemente de forma involuntaria, tropezó con un cable y todo el equipo cayó al suelo saltando en pedazos. Ya en la calle sonrió aferrándose a su maletín, donde llevaba veinte años de libros contables con una caligrafía perfecta.

11 febrero 2008

Gula

Caminaba arrastrando los pies. Se sentía abotargado y el estómago parecía apunto de estallarle. A la difícil digestión se unían además los remordimientos por el exceso cometido. Una hora antes estaba sentado en la mesa frente a una montaña de enormes trozos de carne. Primero se los había comido con los ojos y la nariz. Había mirado cada una de las porciones de carne, la sangre que resbalaba aún de algunas de ellas, y se había detenido especialmente en aquellos ojos que parecían mirarle fijamente. Había olisqueado aquella montaña de carne sin ningún disimulo, como un depredador ante su presa, hasta dejarla casi sin aroma. Después había comenzado el ritual pausado y ceremonioso de la ingesta.

Le gustaba dedicarle unos minutos a meditar con qué parte del cuerpo desmembrado sobre su mesa empezaría y, siempre, sin excepción alguna, empezaba por las piernas y terminaba por la cabeza. Le encantaba notar entre sus dedos impregnados de grasa y jugos cómo la carne se desgarraba de los huesos sin apenas esfuerzo. A veces la arrancaba con las manos, y a veces con los dientes directamente. En esa zona la carne era abundante y podía deleitarse en los enormes y suculentos bocados masticando sin prisa. Una vez terminado el tercio inferior hacía una pausa para dar tiempo a su estómago a digerir y se fumaba un cigarrillo, eso sí, sin quitarle un ojo a lo que vendría después.

Tenía debilidad por las costillas; por la sensación que producía separarlas una a una como el que deshace un puzzle recién montado; por el placer de roer esos huesos lisos y suaves hasta dejarlos blancos y limpios. Cuando terminaba miraba el plato y no podía evitar pensar que tenía un aspecto muy similar al que debía tener un cementerio de elefantes plagado de enormes colmillos de marfil. Para entonces la hinchazón del estómago le exigía aflojar el cinturón y desabrocharse, al menos, el primer botón del pantalón. La frente y el labio superior le brillaban cubiertos de sudor e intentaba limpiarlos con la servilleta, pero ésta no era ya mas que un trapo arrugado repleto de manchas de aceite. El corazón comenzaba a palpitar con más fuerza y la respiración se hacía más pesada. Pero no podía dejar de comer, no ahora que venía la parte más suculenta: la cabeza.

Tras apurar la copa de vino y el segundo cigarrillo contemplaba aquella cabeza con una mezcla de melancolía y ansiedad. Los pocos modales aún presentes en los primeros bocados habían ido desapareciendo a medida que la indigestión había ido tomando consistencia. Ya no sólo se relamía los dedos de vez en cuando, o mordisqueaba los huesos hasta dejarlos raídos, sino que ahora sorbía de forma escandalosa el jugo del tuétano de cada uno de los huesos, lamía la áspera lengua de su plato antes de trocearla como si estuviera besando a su amante, y se deleitaba con la melosa textura de los ojos deshaciéndose entre sus dientes.

Ya estaba llegando a casa. Aún no había podido abrocharse el botón del pantalón y el sudor seguía amontonándose en el labio superior. Esta vez sospecharían algo, seguro que sospecharían algo en cuanto le vieran. Se había prometido no volver hacerlo pero ahí estaba, como la última vez, inmóvil con la mano estirada y la llave rozando la cerradura, repitiéndose "no lo volveré a hacer, ésta ha sido la última vez, no lo volveré a hacer,..."

05 febrero 2008

Lobos como corderos

Noche cerrada. Las sombras no se distinguen entre tanta oscuridad, pero están ahí. Avanzan imparables ante la vista de todos pero sin que nadie pueda verlas. Una humedad gélida se apodera del lugar. En sus camas, los niños se encogen enroscando los brazos alrededor de sus piernecitas mientras los adultos giran el mando del termostato tanto como pueden.

Hace doscientos años, la última vez que las sombras pasaron por la ciudad, se llevaron cuantos encontraron a su paso. No quedó nadie. Pero esta vez todos han contribuido con ofrendas para saciar su ansia: Cada familia ha dejado en la puerta de casa a alguno de sus miembros rezando para que su sacrificio sea suficiente.

Sale el Sol. Las calles se calientan y la luz se desparrama por doquier espantando a las sombras. Las casas están vacías, no queda nadie dentro. Las calles amanecen desiertas también, salvo por los cuerpos acurrucados ante las puertas que miran incrédulos a su alrededor.